LA PAZ DEL SILENCIO
Con el misterioso desconocimiento de no saber la ruta de
hoy, la mañana sabatina se presentaba una vez más como un día primaveral y el
sol calentaba con sus primeros rayos de sol las ansias de adentrarnos y
embebernos en la naturaleza más pura y callada de nuestra provincia gaditana.
El coche, bien domesticado, tuvo por bien seguir el camino de los alcornocales
y en esta ocasión tras una charla distendida , nos llevo a las mismas puertas
de La Sauceda. Puerto Galiz nos decía un
hasta luego entre motos y bicicletas y un portón de hierro nos atrapaba entre
las primeras encinas y bosque, mientras un pobre asno, subido de hormonas, revolcaba su lomo en la tierra ante el fracaso
de no encontrar en nosotros la fémina deseada.
La mente latía al ritmo de un corazón perdido en la
historia. Mientras subíamos los primeros montículos de la garganta de
Pasadallana y encontrábamos las primeras cabañas y casas derruidas por la
terrible guerra, que años atrás, castigo la paz de este lugar, nuestros labios suspiraban por el castigo de
sinrazón que las ideologías más penosas enjuagaron estas tierras. La Ermita
levantaba su espadaña al aire y las nubes mezclaban incienso en sus brisas cual
catedral barroca.
Dejamos el pueblo atrás sin dejar de olvidar la crueldad y
el daño, curándonos entre su bosque de encinas, y bebiéndonos la frescura de los primeros
helechos que alfombraban los caminos hacia la altitud. A medida que avanzamos
el sonido cada vez era más fuerte en silencio. La humanidad nos abandonaba y
nuestra soledad nos iba haciendo cada vez más grande. Poco a poco alcanzamos la pista que lleva al pico del
Aljibe y con una sonrisa, abandonamos a tres bellas damas que se abrazaban a un
alcornoque antiguo que las transportaban a sepias escenas de juventud.
Con mucho pesar, cogimos sentido contrario al pico de Aljibe,
perdiendo nuestra mirada en la Sierra del Pinar, entreviéndose a lo lejos el blanco de las
casas de Benaocaz y casi de inesperado encaramos una pequeña loma que nos
condujo a una de las entradas de la finca de la Moracha. El parque de los Alcornocales serbia, de nuevo, de telón en el horizonte y sin ningún esfuerzo
el silencio se hizo banda sonora de nuestros pasos en el crujir de hojas secas
y bellotas.
Fuimos adentrándonos por la Moracha en la garganta de su
mismo nombre, mientras descendíamos de nuevo
y los helechos se fueron haciendo actores principales de nuestra película.
Alcornoques y encinas se mezclaban entra algún árbol frutal, setas y algunos madroños que fueron avituallamiento previa a la subida,
encontrándonos algunos riachuelos con escasa
agua del Arroyo de la Cancha.
Dejamos la pista y a través del bosque, echándole un reto a
la pendiente, subimos hasta la Bola Militar donde tras el brezo y los arbustos
finales nos ofrecieron una panorámica de Cádiz en 360 grados, con Alcalá de los
Gazules al este, Gibraltar al Sur, Cortes al oeste y el Aljibe al Norte
gobernando en su altitud. Mejor sitio para comer imposible. Solo un
parsimonioso buitre nos daba lecciones de vuelo
de cómo alcanzar distintas alturas en su sapiente oficio.
Poníamos en marcha la vuelta. Dejábamos el Arroyo de los
Monteros atrás y pendiente abajo nos fuimos buscando la casa de la Finca,
encontrándonos un viejo árbol que años atrás fue atril de unas fotos de
recuerdo. La casualidad quiso que repitiéramos dichas fotos aunque los años nos
delataban como la corteza de los alcornoques.
Nuestro camino de nuevo cogía hacia arriba extrañándonos que
los perros de la finca no nos saludaran, pero la noche se venía encima y
tampoco podíamos detenernos para encontrar una explicación. Salimos a la
entrada principal de la Moracha y cruzando el único valle de la zona vimos los
pocos animales que la jornada nos regaló. Un par de ciervos sellaban el final
de la tarde y camino abajo por la pista de montabike fuimos poco a poco
adaptando nuestros oídos al ruido de coches y motos.
Los cuerpos cansados llegaban al final de la jornada. Un día
de historia, un día de recuerdos de lo que nunca tuvo que pasar, un día de
silencios por muchos que inocentemente encontraron la inexplicable crueldad del
propio ser humano, en realidad un día de PAZ en SILENCIOS.
E. Guillén Morilla